Claudia Campero Arena
Introducción
El consumo energético insaciable de las sociedades actuales y la intención de múltiples actores de hacer como que se atiende el tema de las emisiones de gases de efecto invernadero sin cambiar realmente nada de fondo ha llevado a plantear diferentes “falsas soluciones”. Estos actores hablan de energías “limpias” escondiendo sus impactos tanto ambientales como sociales bajo el supuesto de que son energías menos contaminantes porque provocan menos emisiones de gases de efecto invernadero. Esta terminología, en términos llanos, es una mentira.
Este apartado describe la forma en la que dos de estas falsas soluciones, el gas – mal llamado ‘natural’- y las grandes represas hidroeléctricas se presentan como tecnologías milagrosas (junto con otras) que pueden ayudarnos a ‘solucionar’ la crisis climática. El gas es una de las falsas soluciones más cínicas, que por años se ha denominado como un “combustible de transición”. Se plantea como una “solución” a la crisis provocada principalmente por la extracción y quema de combustibles fósiles. Aunque forma parte de la misma familia fósil, ha logrado ser vestido de verde con el argumento de que su combustión es más eficiente que la del carbón y el petróleo, lo que genera menos emisiones cuando se quema. Sin embargo, lo que convenientemente se busca esconder es la gran cantidad de daños –incluyendo emisiones que contabilizadas correctamente lo hacen tan malo como el carbón– que provoca su uso.
El caso de las presas hidroeléctricas requiere un análisis más matizado, pues el impacto de proyectos hidroeléctricos varía mucho de acuerdo con cómo están planteados los proyectos. No es lo mismo un megaproyecto que pretende inundar grandes territorios desapareciendo o desplazando comunidades, tierras agrícolas, tesoros arqueológicos y ecosistemas, que pequeñas presas para generar energía que se consume y gestiona de manera local. En México, el potencial para construir nuevas grandes hidroeléctricas es muy bajo, sin embargo, en la actualidad existen más de 3,700 proyectos a nivel mundial,1 en su mayoría en Asia, África y América del Sur, con un potencial de duplicarse durante la próxima década, por lo que analizar esta expansión requiere de un vistazo crítico a sus posibles consecuencias.
El gas no es verde
Desde hace décadas se propaga la mentira de que el gas, conocido como “natural”, es un combustible de transición. Vamos a desmenuzar los elementos problemáticos de este discurso. Primero, hablar de gas “natural” es no decir nada, porque este producto es tan natural como el carbón o el petróleo. Evidentemente son resultado de procesos geológicos de la naturaleza, pero llamarlo “natural” precisamente es muy conveniente para la agenda que pretende colocarlo como una opción “verde” o menos contaminante. Es por esta razón que muchas organizaciones y movimientos queremos renombrarlo como lo que es: un combustible fósil que contribuye a la acumulación de gases de efecto invernadero y al colapso climático. Esto no es menor, ya que si prestamos atención al discurso y la mercadotecnia que utilizan las empresas que distribuyen gas, es posible identificar el uso de imágenes relacionadas con “lo natural” (como una mariposa o una hoja verde) para promocionarlo. La forma en la que se nombra es importante, un estudio enfocado en percepciones concluía que “gas natural” generaba una percepción positiva de este combustible, contrario a gas metano, que generaba una percepción más negativa.2
Segundo, obtener el gas requiere de procesos altamente contaminantes. La extracción de los combustibles fósiles siempre ha significado contaminación. Sin embargo, la realidad de hoy es que los combustibles de fácil acceso ya han sido extraídos, lo que implica que se requiere de una mayor inversión de recursos y energía para obtener combustibles que, a su vez, demandan de técnicas más complejas, más costosas y que provocan más daños ambientales. Un porcentaje cada vez mayor del gas fósil se obtiene gracias a la técnica de fracturación hidráulica, mejor conocida como fracking.
El fracking es una técnica desarrollada en Estados Unidos para poder acceder a hidrocarburos atrapados en rocas impermeables. Consiste en perforar un pozo vertical hasta llegar a la formación, donde se sigue excavando de forma horizontal para después introducir a presión millones de litros de agua mezclada con arena y químicos (muchos de ellos tóxicos), para fracturar la roca y permitir la salida de los hidrocarburos atrapados.
Este proceso tiene importantes impactos ambientales, ya que para alcanzar el volumen de producción que sea rentable se requiere hacer muchos pozos, un porcentaje importante de los cuales presentará fugas y contaminará el suelo, el agua subterránea y superficial, así como el aire. Los residuos que resultan del proceso de extracción son peligrosos y no hay forma segura de deshacerse de ellos –una práctica frecuente para disponer del agua residual consiste en introducirlos en otros pozos, lo que puede provocar sismos. Asimismo, se ha documentado 3 que las personas que viven en zonas de extracción por medio de fracking corren importantes riesgos para su salud. Es por estas razones que el fracking se ha prohibido en varios países y regiones, sin embargo se sigue realizando e impulsando en muchos otros. Entonces, ¿cómo se justifica que la energía generada con gas obtenido con fracking se clasifique como limpia?
Tercero, el uso del gas trae consigo grandes emisiones de gases de efecto invernadero. Considerar únicamente las emisiones de dióxido de carbono que resultan de la quema del gas, como la única contribución al calentamiento del planeta, es un grave error. El gas es principalmente metano, un poderoso gas de efecto invernadero, cuyo potencial global de calentamiento es 86 veces mayor que el del dióxido de carbono a 20 años.4 Se estima que 12% de la producción total del gas extraído por fracking, en su ciclo completo de vida, desde la extracción hasta el consumo, se fuga. Es decir, se va a la atmósfera sin ser quemado. Si consideramos su alto potencial de calentamiento, se entiende por qué su contribución al colapso climático es incluso mayor que cualquier otro combustible fósil.5
Cuarto, la palabra transición significa pasar de un modo de ser o estar a otro distinto, es la ruta para el cambio, sin embargo, usar el gas significa prolongar el uso de los combustibles fósiles. La idea de un “combustible de transición” suena como una propuesta progresiva, en la que gobiernos y empresas ‘dan pasos’ a formas de generación de energía menos contaminantes, pero en realidad está comprobado que el continuado uso de estos combustibles no lleva a una solución más limpia, la retrasa, resulta en una dependencia más profunda de su uso.6
No existe nada en la extracción, transporte y uso de gas que nos acerque a un futuro de menos emisiones. Dicho de otra forma, la transición es hacia la mayor dependencia del gas fósil. No hace falta buscar muy lejos para encontrar esta evidencia: de 2012 a 2018, México exentó al gas natural de un impuesto al carbono y hoy, la generación de electricidad en el país depende fuertemente de gas importado de los Estados Unidos, mucho del cual es extraído mediante el fracking.
Finalmente, si no se detienen las emisiones, tanto las de metano como las de dióxido de carbono, no se podrá detener el aumento de la temperatura del planeta.
Las grandes hidroeléctricas tienen grandes impactos
Ya son más de 20 años desde que se publicó el informe de la Comisión Mundial de Represas. Este documento fue un logro de movimientos de todo el mundo que luchan contra el financiamiento y el despliegue de megaproyectos hidroeléctricos, en gran medida hicieron evidentes los daños sociales y ambientales que estos han provocado. En ese entonces, se estimó que entre 40 y 80 millones de personas habían sido desplazadas a causa de estos proyectos, significando una carga desproporcionada para pueblos indígenas y mujeres. Se reconoció que frecuentemente las personas afectadas no fueron indemnizadas por sus pérdidas y cuando sí lo fueron, en la mayoría de los casos no se cubrió el valor total de sus propiedades.
Gracias a este informe, se logró dar a conocer que la distribución de los beneficios de estos proyectos es totalmente inequitativa, lo que permite poner en duda su valor para satisfacer las necesidades de agua y energía para el desarrollo. Más aún, este informe también dio a conocer importantes costos ambientales de estas obras, incluyendo la pérdida de especies y ecosistemas, pérdida de biodiversidad acuática río abajo y la emisión de gases de efecto invernadero. A pesar de ello, las mega-represas continúan presentándose como una solución al problema del cambio climático. Nuevamente, tenemos que preguntarnos por qué promueven como “soluciones” energías que producen altos costos socioecológicos.
En el caso de las represas, las emisiones se generan por la eliminación de vegetación que ya no podrá captar carbono y la putrefacción de materia orgánica que libera metano –nuevamente, el poderoso gas de efecto invernadero. Qué tantas emisiones tiene una represa depende de su localización, tamaño y profundidad, pero en ocasiones estas emisiones pueden ser tan elevadas como las de plantas termoeléctricas equivalentes de gas o carbón.7
Además, las nuevas grandes represas representan grandes costos, ya que en muchos países las mejores localizaciones ya han sido utilizadas. Los nuevos proyectos representan un riesgo para la adaptación a la crisis climática, principalmente en países del Sur Global, pues pueden provocar daños a ríos sanos, aumentar la vulnerabilidad frente a eventos climáticos presentes y futuros (que serán más extremos con el aumento de la temperatura global), tanto sequías como inundaciones. Además, se articulan con el falso mito del desarrollo, que termina por degradar culturas locales, instituir una lógica de progreso y dominación de la naturaleza que afecta y anula otros modos de vida.
Una importante preocupación con relación a las presas y la crisis climática es el cambio en los patrones de lluvia y en el origen del agua que reciben. Algunas represas dependen de glaciares que están en riesgo de desaparecer, otras pueden no recibir suficiente lluvia para operar o, en el otro extremo, recibir tanta lluvia que se pone en riesgo la seguridad de las personas que habitan aguas abajo cuando se provocan desfogues peligrosos. Es decir, las represas existentes y las que se están planeando están pensadas con base en condiciones ambientales y climatológicas que ya cambiaron o que cambiarán en un futuro cercano.
Desafortunadamente, las grandes hidroeléctricas se siguen promoviendo como opción para reducir emisiones y como instrumentos para la adaptación. Muchas de las represas existentes tendrán que seguir jugando un rol en la matriz energética actual y en el futuro, pero construir grandes represas para satisfacer la demanda voraz de energía representa una gran cantidad de daños y riesgos. No se puede continuar con el sacrificio de comunidades rurales, predominantemente indígenas, tierras de cultivo y ecosistemas por una demanda siempre creciente de energía.
¿Alternativas?
Para el caso del gas, no existe ninguna solución más que dejar de extraerlo. No hay espacio para continuar con la extracción de ningún combustible fósil, si queremos evitar un calentamiento en el mundo de más de 2°C. De hecho, es imperativo pelear por el límite en 1.5°C. Lo mínimo e inmediato es dejar de proponer nuevos proyectos de exploración, extracción, transporte y almacenamiento de hidrocarburos y termoeléctricas. Para el caso de México, esto también incluye dejar de asignar presupuesto público para el fracking y prohibirlo legalmente.
Tampoco hay lugar para nuevas grandes hidroeléctricas, ni para el acaparamiento de agua y de tierras. Sí hay ejemplos de los qué aprender y, posiblemente, llevar a otros lados, principalmente de comunidades que generan en autonomía su electricidad a través de la construcción de proyectos micro hidroeléctricos, como es el caso de la Asociación de Luz de Los Héroes y Mártires de la Resistencia en Guatemala.
La pregunta central que queda de esta reflexión es ¿para qué y para quién se requiere tanta energía? Actualmente, la generación de electricidad se incrementa año con año, sin embargo, su distribución sigue sin llegar a muchos hogares. Mientras en Canadá se consumen más de 16 mil kWh per cápita, el promedio mundial es 5 veces menor.8 El problema no es entonces nuestra capacidad de producir energía, sino la forma desigual e inequitativa en la que se distribuye. Dejar el gas en el subsuelo y generar energía de forma local, en colaboración con los ríos, es una forma, desde la práctica, de cuestionar y subvertir estas realidades.
Notas
Claudia Campero Arena es geógrafa de la UNAM con maestría en planeación y desarrollo University College London. Ha participado con el Movimiento Mexicano de Afectados por las Presas y en Defensa de los Ríos. Es miembro fundador de la Alianza Mexicana contra el Fracking. Actualmente colabora con Greenpeace México.
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