Colectivo Otros Horizontes Políticos: Más allá del patriarcado, el estado-nación, el capitalismo y la democracia.
¿De qué hablamos cuando nos referimos al capitalismo? Marx nunca usó la palabra, hablaba del modo capitalista de producción. ¿Hablamos hoy de algo distinto? ¿Qué significa vivir dentro de una sociedad capitalista? ¿Tuvo razón Fukuyama cuando postuló el fin de la historia y que no podemos pensar nada mejor que el matrimonio del capitalismo con la democracia liberal?
“Agrietar el capitalismo”, como nos recuerda John Holloway [1], llevó más lejos la fama que había alcanzado con cambiar el mundo sin tomar el poder. El libro es todavía un éxito en las librerías. Aunque está lleno de sugerencias interesantes, el enfoque básico, que viene desde el título, expresa la forma en que la izquierda ha imaginado por mucho tiempo el capitalismo: como un monolito que abarca el universo entero. Holloway plantea que es posible abrir algunas grietas en ese monolito y, a través de ellas, empezar a construir otra cosa. También dice que el capitalismo es líquido, por la forma como funciona, pero entonces la metáfora no sería apropiada: no puede haber grietas en el océano. Luchar contra el capitalismo, ¿implica colarse por alguna grieta? ¿Se trata realmente de un monolito?
¿Qué es eso del capitalismo?
Como decíamos, Marx no usó la palabra capitalismo. En ese entonces había surgido un modo capitalista de producción que se encontraba aún confinado en las fábricas, en donde se entablaron relaciones de producción entre obreros y dueños. Pero hoy, ese modo no solamente está en el suelo de la fábrica, sino que ha penetrado en toda la realidad social y, como tal, nos produce continuamente, nos genera, nos construye —ante todo— como individuos, las células básicas que necesita para su operación. Las personas modernas se sienten y piensan como individuos, experimentan la realidad como individuos necesitados y deseantes, condición que les ha despojado de lo que realmente son —nudos de una red de relaciones— y de lo que tienen —un espacio de libertad en que son con otros, con otras.
El modo de producción capitalista nace con el cercamiento de los ámbitos de comunidad (the enclosure of the commons), la violenta expropiación de quienes vivían su vida como un “nosotros-nosotras” comunitario y fueron arrojados a una realidad (la del salario), en la que se convirtieron en individuos necesitados de techo, alimento, empleo, etcétera. Esta acumulación originaria, como la habría llamado Marx, elimina las capacidades de subsistencia y, en vez de ellas, ofrece empleo y dinero que pueden intercambiarse por aquello de lo que fue despojado. Los individuos de hoy, que tiempo atrás perdieron estos comunes, entienden su individualidad y sus necesidades como parte de su naturaleza, no como algo creado mediante el despojo.
En la actualidad, sabemos que el experimento socialista, lo que hoy llamamos el socialismo realmente existente, nunca funcionó. Se estableció un capitalismo de Estado, un modo de producción o una organización de la producción en la que los trabajadores se hallan enajenados dentro de mecanismos creados para que trabajen colectivamente, para que se realice ahí la que aún se considera la extraordinaria aportación de la época moderna: el trabajo. El modelo socialista como el capitalista mantuvieron una lógica extractiva de crecimiento económico y de productividad que terminó por perpetrar terricidios y genocidios en nombre del progreso.
A partir del siglo XVIII, una parte creciente del trabajo se realiza colectivamente con obreros que cooperan entre sí, generalmente bajo la tutela y disciplina del capital, que los controla de forma bastante dictatorial, a través de distintos agentes mediadores que podemos llamar –genéricamente– capataces o gerentes de producción. Esta función de organizar y mantener la disciplina de la fuerza de trabajo no creaba necesariamente mayor productividad, pero ponía las fuerzas productivas de la gente bajo el control de quien podía aprovechar su plusvalía, sus excedentes. Stephen Marglin, un economista progresista de Harvard, escribió en los años setenta el ensayo “Qué hacen los patrones” [2], en el cual estudió una famosa fábrica de alfileres, que era la base del ejemplo de Adam Smith, para mostrar que en los inicios de la revolución industrial no aumentaba la productividad, sino que lo importante era reunir a los obreros bajo un solo techo y ponerlos al servicio del empresario a través de los capataces.
El ensayo refuta la idea de que la organización capitalista es, en sí misma, la forma más eficiente de realizar la producción. Esa organización pone a los trabajadores al servicio del capital, es esa su función, y a eso se refiere Marx cuando habla del modo capitalista de producción. ¿Sirve aún esta definición? ¿Podemos aplicarla todavía? Parece que no. El capital ha reorganizado sus capacidades y sus maneras de apropiarse de la creatividad y la capacidad de la población. No le hace falta, y puede resultar un estorbo y un riesgo, poner a los trabajadores bajo un mismo techo, porque crea las condiciones para que puedan organizarse y generar fuerzas sociales de resistencia a la explotación. Todavía hay en el mundo entero muchas operaciones productivas en las que los trabajadores están bajo un solo techo, pero en la actualidad, un número creciente de quienes están al servicio del capital realizan sus actividades en forma descentralizada, en sus hogares e incluso, en espacios controlados por los propios trabajadores. El capital sigue apropiándose de los productos del trabajo, convertidos en mercancías, a través de distintos mecanismos de intermediación que, en general, no se parecen en lo absoluto a la figura del capataz.
Parece que el régimen capitalista llegó ya a sus límites y no puede mantener esa lógica. No puede generar empleos para los nuevos cuadros y ni siquiera para los viejos, lo que tiene toda suerte de efectos en la sociedad y, desde luego, en los trabajadores. Junto al desastre que todo esto provoca, están surgiendo nuevas oportunidades y alternativas basadas en la gran efervescencia social que cunde por todas partes. Se legaliza el despojo de nuestros territorios a favor del gran capital. Se anunció que la reforma energética ponía a disposición del capital nuestros territorios, se declaró que las actividades energéticas son de utilidad pública, de interés nacional y de orden público. Es decir, estas actividades tendrán preferencia sobre cualquier otra actividad humana y campesina que pueda desarrollarse en la región. Además, por ser de orden público, se posibilita criminalizar todo tipo de protesta social que las comunidades campesinas pretendan para defender su territorio y oponerse a la entrada de dichos megaproyectos.
Para implementar estos planes violentos del capital, se utilizan todo género de estrategias, incluida la criminalización de la posible resistencia y la inserción de mecanismos de terror, como las redes de delincuencia organizada que aparecen poco después de que se anuncian las inversiones. La presencia del capital privado en nuestra región, además, ha encarecido los modos de vida campesina, los productos, las rentas de tierra y habitación, la comida, los servicios y permite la proliferación de bares y prostíbulos en las ciudades.
La coexistencia de modos de producción
Para las comunidades campesinas que resisten y mantienen los modos colectivos de producción y la diversificación de modos de producción en sus milpas y parcelas, la cosa no se pone muy fea en cuanto a mecanismos de subsistencia. Al final, nosotros seguimos resistiendo en el campo. Sin embargo, la precarización de la vida es cada vez más dolorosa. Los precios y los productos de los campesinos son muy bajos y, al contrario, los precios de los insumos para trabajar la tierra son cada vez más altos. Verificamos en las comunidades indígenas y campesinas un fenómeno nuevo, la aparición de múltiples empresas de microcréditos que se valen del engaño y la manipulación, de la necesidad de las familias campesinas, para conformar grupos, generalmente de mujeres, a quienes endeudan con créditos que simulan tener intereses muy bajos, pero que al final son impagables. Parecería que las propias empresas de microcréditos saben que es poco probable que les paguen y la voracidad será sobre los solares o las parcelas.
En cambio, el capital ha volteado la mirada hacia otros espacios o fronteras de extracción. El advenimiento de algoritmos y la posibilidad de extraer valor de los datos que normalmente obtienen de forma voluntaria, aunque tal vez no informada, de las personas revela cómo las estructuras del extractivismo se han convertido en la forma en la que el capital busca mantener sus formas de acumulación. Pensar en las fronteras de la mercancía es hoy una cuestión digital, tanto como lo es material. El término data mining refleja cómo la mina ha dejado de estar confinada en la periferia, sino que se ha convertido en una forma de englobar las relaciones sociales. Hoy, pensar en el capitalismo implica comprender que el modelo se expande a cada rincón del planeta y busca –desesperadamente– crear una totalidad. Bajo este modelo, lo otro se convierte en desperdicio, en excedente o en obstáculo. Es bajo este modelo, que se dicta a través de conceptos como el desarrollo, en el que parece que no hay una alternativa. Nuestra resistencia comienza por desmentir esta premisa.
¿Desarrollo?
La idea de desarrollo se ha transformado. Pasó de ser una metáfora a una verdad autoevidente. Por medio de la verdad del desarrollo se instala la justificación obvia, natural y ontológica para un evolucionismo unilineal y unimundial. Lo mismo se puede decir del desarrollo sustentable, que se convirtió en un mantra en la política, pero llegó el momento en el que es difícil ocultar las contradicciones del modelo capitalista y sus consecuencias en la naturaleza. Es decir, la crisis ecológica que tiene tal manifestación en el cambio climático.
Pero el desarrollo sustentable es, en realidad, un caso de gatopardismo: que todo cambie para que nada cambie. Un perfecto ejemplo de cómo venimos arrastrando esto del desarrollo sustentable es la campaña “no a los popotes” y el reuso de las bolsas de plástico. La idea detrás es que si uno recicla las bolsas y ya no pide sus bebidas con popote, ayudamos al planeta. Es como una versión de autoayuda frente al caos ecológico. Es como decir “pedí mi refresco sin popote, ya me siento mejor porque estoy haciendo lo que me toca para salvar al planeta”, sin verdaderamente entender la profundidad y el origen de la crisis socioecológica.
El desarrollo sustentable es, pues, una manera de administrar un conflicto, no de resolverlo o transformarlo. Como sabemos, las guerras buscan el despojo y la acumulación de capital por desposesión. Lo primero que tendríamos que hacer es entender la complejidad de este momento histórico. Estamos frente a lo que algunos científicos denominan la sexta extinción masiva de especies. Este es un fenómeno, en términos de pérdida de biodiversidad y transformación a escala planetaria, comparable con la caída del meteorito causante de la extinción de los dinosaurios, ¡de este tamaño es la crisis ecológica en la que estamos inmersos! Frente a ello, las respuestas del sistema son francamente desproporcionadas, ridículas y hasta criminales para la vida del planeta.
El desarrollo sustentable es una ideología liberal y capitalista en la que se invierten muchos recursos, desde instituciones estatales, universidades, etcétera. Sin duda, hay muchísimas personas que se oponen o van más allá del desarrollo, pero también hay otros millones atrapadas en el consumismo, el individualismo y esta mentalidad del desarrollo, quienes defienden a capa y a espada el apellido sustentable, sin darse cuenta que le están lavando las culpas a sus financiadores. El capitalismo ha ganado, sin duda, los cuerpos y mentes de muchísima gente. En parte, por eso es que el desarrollo tomó múltiples adjetivos, uno de ellos sigue vivo, tanto en los discursos cotidianos de a pie como en los discursos políticos del gobierno, de los estados y los organismos internacionales.
Si bien, encontramos la resistencia al desarrollo –que son las prácticas concretas y filosofías milenarias, las prácticas del buen vivir–, también vemos que en los contextos y los territorios, por más oasis que queramos construir, el confinamiento es algo que preocupa muchísimo, porque son tierras prácticamente disecadas en las que ya no depende del discernimiento individual ni del colectivo, sino en cómo enfrentamos a ese monstruo verde de la caña. Esto puede extrapolarse a la soja, a la palma, la coca, la marihuana… a todo tipo de monocultivo, a las formas de infraestructura y a todo el modelo de macrodesarrollo que se impone. Lo mismo pasa en las ciudades con la macrogentrificación.
La pregunta es ¿cómo lograr cada vez más desindividualización?, ¿cómo interrumpir ese relato fantasmal del desarrollo que promete, que captura el deseo? Porque muchos sí quieren ese desarrollo y esa mirada evolutiva lineal del ser. Pero también aparecen todas esas expresiones que son mucho más del cuidado colectivo. ¿Cómo no esperar que nos cuiden de arriba? sino, más bien, ¿cómo generar esas herramientas de autocuidado y de cuidado entre todas y todos? ¿Cómo, de alguna manera, interrumpir o hacer consciente la arrogancia, tanto desde las perspectivas académicas como de los líderes de movimientos sociales, que creen que ya tienen la verdad y que van a evangelizar? ¿Cómo ir construyendo cada vez más pasos colectivos de ese mundo que ya existe, que no es un mundo que se diseña ni que estamos planeando, sino que son experiencias concretas a las cuales nos aferramos, nos enraizamos y les apostamos?
¿Necesidades?
Aproximadamente la mitad de los seres humanos del planeta tiene una condición humana diferente a la de la mitad que la antecedió: son seres dependientes de bienes y servicios. A esa dependencia le llaman “necesidad”. En solo una generación, el ser humano necesitado se ha convertido en norma. Cuando en los años setenta se llegó a la conclusión de que era imposible que la mayoría de la población del mundo, los “subdesarrollados”, alcanzaría a los “desarrollados”, se planteó que al menos debían ser satisfechas sus ‘necesidades básicas’, en esto se han concentrado desde entonces todas las políticas, programas y propuestas de “desarrollo”. Puede ser útil recordar unas frases de Iván Illich al respecto:
Dentro del discurso del desarrollo, la palabra y el concepto de “necesidad” llegaron a ser crecientemente atractivos. Devino el término más apropiado para designar a las relaciones morales entre extraños en un mundo soñado, constituido por estados de bienestar. Tal mundo ha perdido credibilidad en la matriz de un nuevo mundo que ahora se concibe como sistema. Cuando se utiliza, en este nuevo contexto, el término necesidades “funciona” como un eufemismo para la administración de ciudadanos que han sido conceptualizados como subsistemas dentro de una población[3]. Ante la “necesidad”, podemos compartir. Hablar de una economía de compartir, que es precisamente la negación de la economía, negamos la economía misma y acudimos al principio de la abundancia, no de la escasez.
¿Se agotó el capitalismo?
Anselm Jappe [4] muestra cómo el capitalismo no puede detener o revertir el proceso de su autodestrucción, por lo que estamos experimentando un progresivo deslizamiento hacia la barbarie. Estamos viendo esa barbarie en la que incurre sistemáticamente el capitalismo en la destrucción de la naturaleza, de la Madre Tierra, en la destrucción del tejido social, de las condiciones de vida a las que estamos acostumbrados. Lo que traemos a colación, cuando hablamos de la barbarie de abajo, es la que ya se da también entre nosotros, la que no es solamente del Estado, del capital, sino la barbarie como expresión de degradación humana de quienes estamos aquí abajo y lo que esto significa.
Debemos recordar que para Walter Benjamin, la revolución consiste en poner el freno al progreso, o detener “el tren del progreso”, de un progreso arrasador que en el nombre del desarrollo, del empleo, del crecimiento y de otras abstracciones más termina con la Madre Tierra, con el tejido social, con otras maneras de ser, con todo sentido de proporción y con los entramados comunitarios. ¿Cómo detenemos ese tren del progreso –a veces literalmente– con lo que se viene, con el (mal llamado) Tren Maya, el Corredor Transístmico, el Aeropuerto que traerá a más turistas y la refinería que potenciará el combustible para su movimiento? ¿Cómo detenemos ese tren del progreso para levantar la bandera que están levantando los pueblos? La bandera de la autonomía, de la autorganización.
¿Cómo sería una realidad poscapitalista? ¿Qué significa en la realidad, en términos concretos, decir que “estamos en contra del capitalismo”? Se nos convierte, rápidamente, en algo abstracto, que no se traduce en una forma concreta de reaccionar. Parece que se abre una gran interrogante sobre nuestras formas de lucha, nuestras tomas de posición, la identificación clara de los enemigos y cómo se les combate, a quiénes hacemos enemigos y a quiénes no.
Al pensar en las nuevas formas descentralizadas de organización del trabajo, debemos preguntarnos cómo encajan formas como las de Uber, en donde ya no hay un patrón directo… pero tampoco se trata de que cada quien trabaje por su cuenta. ¿Cuándo esas formas constituyen ya una forma de poscapitalismo? En muchos casos, parece claramente que no estamos ante una ruptura, sino ante una reformulación de las estrategias de acumulación y explotación capitalista. Nuevas formas que, a su vez, llegan con nuevas estrategias y producen nuevos tipos de violencia. Además, estar al margen no significa necesariamente estar en contra. Necesitamos ampliar la noción de poscapitalismo para saber realmente de qué estamos hablando.
Cuando hablamos de formas poscapitalistas, nos referimos a comunidades que han aprovechado su forma propia de organización, control del territorio y conocimiento de tecnologías, de otras formas de vivir en lo que muchas veces se engloba como la “cosmovisión” de una cultura, para rechazar el contrato social impuesto y asegurar la reproducción social y natural de forma colectiva.
Podemos utilizar cinco principios para caracterizar los fundamentos mínimos para la existencia de estas comunidades: autonomía, solidaridad, autosuficiencia, diversificación de su base productiva y abundancia frugal de sus recursos regionales.
En general, las comunidades que cumplen estos requisitos han considerado que no les conviene enfrentarse abiertamente a los aparatos estatales, pero aun dentro del Estado-nación en crisis, están creando espacios sociales, políticos y físicos naturales que les permiten organizar su vida de un modo diferente. En estos casos, lo primero es que la colectividad queda por encima de la individualidad. Algunas comunidades dicen con orgullo que si son pobres, en términos de las normas estadísticas oficiales o internacionales, en realidad tienen una vida que está más de acuerdo con sus posibilidades y tradiciones y que no tienen pobreza individual ni desempleo. Hay espacios en los que han logrado avanzar considerablemente en un modelo agroecológico, en la diversificación de su base productiva y en el enriquecimiento de su diversidad biológica. El poscapitalismo que se está extendiendo no siempre es anticapitalista, en el sentido político del término. Muchas comunidades tienen que negociar con las instancias regionales o estatales y su problema es que desafían abiertamente las políticas oficiales y los estilos económicos dominantes. Esto se ve muy claramente en la multiplicación de los conflictos que se agrupan como defensa del territorio, en conflictos mineros, hidroeléctricos y demás. Como se siguen deteniendo los grandes proyectos mineros, las empresas internacionales están considerando la posibilidad de irse a otra parte y las comunidades retoman el control de sus espacios y profundizan su solidaridad.
Por otro lado, tenemos experiencias de éxodo, cuando grupos de personas deciden salir del sistema e irse a vivir a una región apartada, hacer sus propias formas alimentarias, cultivar sus propios alimentos, tener una educación propia para sus hijos sin mandarlos al sistema, hacer sus propios acueductos y demás. Se forman así ecoaldeas, comunidades pequeñas que logran organizar otras formas de producción y de trueque y desafían al Estado y al capitalismo. Una de las cosas más importantes en esas experiencias es el control y manejo del agua. Los sistemas locales de gestión de agua se están convirtiendo en un modelo que enfrenta con éxito los peligros del control corporativo de su gestión. El control ciudadano, tanto del agua potable como de su tratamiento y el cuidado de los acuíferos, es uno de los elementos fundamentales para garantizar la capacidad de gestionar en forma autónoma los territorios.
[1] Holloway, J. (2011) Agrietar el Capitalismo. El hacer contra el trabajo. Buenos Aires: Ediciones Herramienta.
[2] Stephen A. Marglin (2000)“¿Qué hacen los patrones?”, en Perdiendo el contacto: hacia la descolonización de la economía, Lima, PRATEC.
[3] Illich, I (1996) “Necesidades”, El Diccionario del Desarrollo. Editado por Wolfgang Sachs, ed., Lima, Pratec.
[4] Ver: Jappe, A. (2017) La Sociedad Autófaga. Capitalismo, desmesura y autodestrucción. Madrid: Pepitas de Calabaza.
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