En estos tiempos de miedo global, quien no tiene miedo al hambre, tiene miedo de comer.
Eduardo Galeano
Colectivo Otros Horizontes Políticos: Más allá del patriarcado, el estado-nación, el capitalismo y la democracia
Tenemos de nuevo miedo al hambre. Mil millones de personas se irán esta noche a la cama con el estómago vacío. El hambre comienza a acosarnos en todas partes. Hay amenazas de hambruna en formas que no se veían desde la Edad Media. Pero también tenemos miedo a comer, porque sabemos que lo que se ofrece en el mercado está lleno de tóxicos. A pesar de la información nutricional que los fabricantes de alimentos están obligados a poner, pocas veces sabemos con certeza de dónde vienen los que ingerimos y de qué manera están afectados, infectados por elementos tóxicos. Hay más de dos mil kilómetros de distancia entre el lugar de producción de los alimentos y la mesa estadounidense; es una cifra que se está generalizando. Comer kilómetros significa saber que a los alimentos se les pusieron conservadores que afectan su condición.
Las hambrunas actuales no son como las de la Edad Media, ni como las del siglo XX. Se presentan cuando contamos con todos los medios técnicos y económicos para evitarlas. A pesar del colapso climático, tenemos capacidad de producir alimentos para toda la población y transportarlos oportunamente a lugares en donde un fenómeno natural produce escasez aguda. Pero muchos millones están bajo amenaza de hambruna y muchos más, acosados por el hambre. Hasta la década de 1960, los países “subdesarrollados” se caracterizaban por exportar alimentos y materias primas e importar productos manufacturados; los “desarrollados” hacían lo contrario. La revolución agraria de los años setenta modificó el panorama. Estados Unidos y Europa empezaron a producir más alimentos que nunca con base en amplios subsidios.
Muy pronto, Estados Unidos llegó a producir la mitad del maíz producido en el mundo. Un conjunto de países industrializados se volvió exportador de alimentos y los ahora llamados “en vías de desarrollo” los importan. No fue un accidente o la consecuencia de fenómenos naturales, sino un tránsito impuesto en función de intereses identificables.
El caso de México es ilustrativo: en 1971, exportó a Estados Unidos maíz y frijol; actualmente, importa, principalmente de ese país, la mitad de sus alimentos básicos. Un desastre natural y humano, en ambos lados de la frontera de estos dos países, que ha reportado inmensos beneficios a un puñado de corporaciones.
En 1973, el secretario de Agricultura norteamericano, Earl Butz [1], se animó a acuñar una expresión que pronto se hizo famosa: “food power”, [el poder alimentario]. Anunció que Estados Unidos se convertía en una gran potencia alimentaria y que, a partir de entonces, los alimentos serían utilizados como arma política. Ese es el mundo que estamos viviendo hoy. Padecemos las consecuencias de una política sistemática de los países desarrollados que utilizan sus capacidades productivas de alimentos, a menudo a un alto costo fiscal y ambiental, para ejercer una nueva forma de dominio. Gobiernos de países como México se han plegado a esa orientación, agravando cada vez más la dependencia alimentaria. Las corporaciones del agronegocio y los gobiernos a su servicio han creado la situación actual.
La respuesta social
Por fortuna, esta evolución no ha quedado sin respuesta. En estos años se formó la mayor organización de la historia del planeta: La Vía Campesina, que agrupa a cientos de millones de campesinos en más de 100 países. Desde 1996 tiene un peso creciente en el mundo alimentario. Si fue un milagro que se constituyera una organización tan grande, es aún más prodigioso que llegara rápidamente a un consenso. Redefinieron la soberanía alimentaria y, desde 1998, plantearon que nosotras mismas debemos definir y producir lo que comemos.
Pura sabiduría campesina, tradicional, pero sabiduría a contrapelo de los vientos dominantes, porque el agronegocio ha logrado moldear los paladares de buena parte de la población. Muchas personas no definen por sí mismas lo que desean o necesitan beber y comer; dejan que las corporaciones lo hagan. La mitad de los mexicanos ya no tiene sed, algo que puede satisfacer un vaso de agua; solo pueden calmar su ansiedad con un refresco de cola, por eso, se han convertido en los campeones mundiales de su consumo por persona. Coca-Cola presenta el sistema legal mexicano como modelo a seguir en otros países.
La respuesta es clara y se está dando: pequeños campesinos, principalmente mujeres, alimentan actualmente a 70% de la población mundial. Esto significa que el gran agronegocio, en el que están Monsanto, WalMart y ahora Amazon (que acaba de comprar Whole Foods), que controla 60% de los recursos alimentarios del planeta, solamente alimenta a 30% de la población mundial.
A pesar de que en la porción del 70% es en donde hay hambre y no tienen suficientes alimentos ni de la calidad necesaria, el hecho es que a ras de tierra, tenemos capacidad autónoma de producir alimentos. Se definen así, con claridad, los términos de la lucha: En vez de seguir combatiendo la vida rural y la posibilidad de producción campesina, tenemos que encontrar la forma de apoyarla. Es la opción que se ha estado extendiendo en el norte. Una práctica que aparentemente empezó en Japón, se extendió a Alemania y se generalizó en Estados Unidos y Canadá, la Community Supported Agriculture (agricultura apoyada por la comunidad) consiste en relacionar entre sí grupos de consumidores urbanos y productores agrícolas, para controlar en forma autónoma lo que unos cultivan y otros comen. En ese proceso, se observa en muchos casos que la relación se convierte en una posibilidad real de creación comunitaria.
Al mismo tiempo, se extiende rápidamente el cultivo urbano de alimentos. Hace un siglo, París exportaba alimentos mediante la utilización ingeniosa de la excreta humana. Aunque la práctica se abandonó en casi todas partes, hoy se ha retomado con intensidad. Cuando Cuba entró en crisis alimentaria, al desaparecer la Unión Soviética, y encontró que tras 50 años de revolución importaban 70% de sus alimentos, hubo hambre general: el país no tenía dólares para comprar los alimentos en el mercado abierto. La gente reaccionó recuperando viejas tradiciones y aprovechando los intersticios de los edificios, los techos de las casas, los patios, cualquier espacio donde se pudieran producir alimentos. En la actualidad, en La Habana se produce 60% de los alimentos que se comen ahí. Cuba es ya un ejemplo mundial del inmenso potencial que tiene la producción urbana de alimentos.
Esta posibilidad se está dando en todas partes. Por ejemplo, en Pasadena, California, el colectivo Urban Homesteads produce, cada año, tres toneladas de alimentos en una superficie de 350 metros cuadrados, donde cultivan 80 diferentes vegetales. Jules Dervaes, uno de sus fundadores, dijo unos meses antes de morir: “Es muy peligroso esto de producir los propios alimentos, uno corre el riesgo de ser libre.” Es una frase que debemos tomar muy en cuenta.
Cultivar alimentos en la ciudad cambia sustantivamente actitudes y formas de relación con la naturaleza y con los demás. Representa una transformación profunda. Al celebrar esta actividad cada vez más general, de un signo claramente positivo, conviene preguntarse en qué medida puede ser más de lo mismo, es decir, una práctica que se acomoda dentro del sistema, o una ruptura profunda que abre nuevos horizontes. Una forma de decirlo es distinguir los “tomates reaccionarios”, cuando el cultivo urbano se hace por moda, con énfasis individualista y dependencia del mercado, de los “tomates revolucionarios”, cuando no sólo cambian las relaciones con la Madre Tierra y en la familia, sino también con vecinos y amigos, e implican una ruptura radical con la forma en la que el capital moldea deseos y comportamientos de las personas.
El cultivo urbano, en esos términos, es semilla de comunidad, regeneración de la sociedad urbana. Constituye una forma de sanar la perturbación fundamental a la que estamos expuestos, nuestra enfermedad más profunda: estar construidos como individuos, pensar como individuos, experimentar el mundo como individuos. En la ciudad, la forma individual de cultivar alimentos en casa tiene muchas limitaciones y sólo los muy ricos pueden realizarla con éxito. En grupo, más que alimentos se cultivan nuevas relaciones sociales y una posibilidad diferente de vida.
La dependencia del estómago es una de las prisiones más severas a la que estamos expuestos. No podemos liberarnos fácilmente de ella y no basta con tomar la decisión de romperla. Se requiere de un largo proceso. En el camino de la recuperación, las comunidades rurales tienen obviamente mayores posibilidades, a pesar de los desafíos que enfrentan. Las comunidades Zapatistas producen ya más del 90% de los alimentos que necesitan… y comen muy bien. En la Sierra Norte de Oaxaca, los campesinos asocian directamente el cuidado de las semillas nativas con la defensa del territorio . Existe un empeño muy amplio de lucha contra los transgénicos y se multiplican esfuerzos para fortalecer la milpa. Pero, también en la ciudad avanza el movimiento. Wendel Berry [2] sugiere que lo primero que debería preguntarse un habitante de la ciudad es de qué lugar vienen los alimentos que ingiere. A partir de la respuesta podrá empezar a ver la magnitud de los problemas que enfrenta y la posibilidad de resolverlos.
Nuestras alternativas
Para los pueblos mayas, el maíz tiene una importancia central en la vida comunitaria. Maíz en maya se dice ixim, que significa seno de mujer. El maíz es mujer y nos alimenta, por lo tanto, nos da la vida. El maíz está vivo, no se le puede ofender. En Yucatán, si se quiere hablar de comida, hay que hablar del maíz y de su defensa. En nuestras leyendas, en la forma en que nos hablamos y nos decimos, somos del maíz, somos hombres y mujeres del maíz. Así nos concebimos. En la cocina, la mujer tiene una centralidad, pero es complementaria con los hombres, con las niñas y niños y con lo que nos rodea. Por ejemplo, comemos en una jícara, ahí ponemos nuestro sikil pak, nuestra tortilla y nuestro chile habanero y todas comemos ahí, es esa centralidad de la comida, todas compartimos lo que está en una misma jícara.
En ese sentido, entre los mayas se inició una conversación sobre cuántas comidas se preparaban con maíz y llegamos a una cuenta de más de 200, comidas y bebidas, eso da idea de lo importante que es para los mayas. Dicen algunas personas que, durante la guerra de Castas en Yucatán, según nuestro calendario, el día que debían llegar a Jo’, que es Mérida, tocaba la cosecha. No fueron a Jo’, donde hubieran podido tomar la ciudad y replegar a los españoles, porque tenían que ir a la cosecha. Esto es importante porque antes, los campesinos y campesinas llevaban su pozol a la milpa y ahora, muchos prefieren llevar su Coca-Cola. Eso nos preocupa mucho, porque da a entender que tenemos mucha relación con el maíz, pero que la estamos perdiendo. Debemos recuperar esta centralidad del maíz.
Hablar de la centralidad de la comida es hablar de la centralidad de la milpa, del maíz, porque los mayas somos maíz, somos milpa, y la comunidad es lo que es por la milpa, porque nos junta como comunidad para hacer las ceremonias, pues toda nuestra vida se basa en cómo haremos esa ceremonia, para pedir permiso a los señores del monte y luego para cosechar, para agradecer a la tierra; nuestra vida está relacionada con la milpa y el maíz. En Totonacapan, Veracruz, buscamos claramente recuperar la milpa como el sistema originario de los pueblos, lo que no sólo implica la producción de alimentos, sino la reproducción de un modo específico de vida, un modo de relación. En ese empeño se buscó crear un banco de semillas, para recuperar las que son endémicas. Encontramos que todavía había muchísimas que fue posible conservar. No se pudo llevar más lejos el esfuerzo porque las familias involucradas plantearon que no podían dedicar el tiempo adicional que la tarea requería, por sus “necesidades económicas”, aunque entre estas estaban algunas que corresponden claramente a un patrón consumista (tener un teléfono, zapatos nuevos de moda, etcétera). En estas mismas comunidades, un factor especialmente negativo empezó a generar otras actitudes. Se instaló un comedor comunitario que les trajo mucha comida chatarra muy dañina, una gran cantidad de basura y un consumo muy grande del tiempo de las mujeres encargadas. El efecto de eso llevó a modestos intentos de cultivar hortalizas.
En Perú, el 70% de los alimentos de la canasta básica proviene de los Andes centrales. Con el colapso climático, los ciclos están alterados y pueden presentarse problemas muy serios de seguridad y suficiencia alimentaria para todo el país. Los campesinos no obtienen ya las mismas cosechas por la falta de agua y se han ido perdiendo las señas que los orientaban para el cultivo. A pesar de eso, los conocimientos ancestrales siguen siendo la clave para enfrentar estos desafíos. Por ejemplo: una cebollita de origen volcánico absorbe el agua y la suelta lentamente; la gente conoce esta capacidad de retención del agua y la utiliza por la insuficiencia de lluvias. Ante la magnitud del desafío actual, queda claro que es indispensable, como decía Foucault [3], yuxtaponer los conocimientos formales, “eruditos”, de la ciencia, con los saberes populares para formar un saber histórico de lucha. Muchos científicos empiezan a pensar que las semillas nativas tienen la sabiduría genética acumulada que nos permitirá enfrentar el cambio climático.
Recuperar lo que somos
Pudimos sentir y pensar el papel de la comida en la sociedad. Se mostró claramente la contradicción fundamental entre la sociedad moderna que margina el acto de comer y lo convierte en secundario, “se come cuando se puede”, en comparación con la centralidad que tenía tradicionalmente la comida. La lucha actual busca devolverle esa centralidad. Se trata, a final de cuentas, de definir quiénes somos y cómo construimos relaciones determinadas, si construimos estas relaciones en torno a una olla comunitaria o hacemos un acto de consumo individual. Es una manera fundamental de hacer que define la posición de la comida en nuestra vida.
Domina la noción general de escasez y se supone que los pobres son quienes sufren más, quienes la padecen. Sin embargo, entre ellos, la noción que prevalece -y se ve claramente en las ollas comunitarias y en muchas otras formas de vivir- es un principio de suficiencia y abundancia, en lugar del principio de la escasez que rige la sociedad económica. Existen muchas conectividades a nivel mundial presentes en procesos urbanos, ecoaldeas y movimientos autónomos. Sentimos que sí es posible salirnos del patrón dominante y pensar seriamente en las nuevas generaciones. Tenemos ya un tejido social fuerte para evitar caer en las lógicas de la individualidad y la competencia. La tarea es en lo cotidiano, en el día a día, con nuestros cercanos, con quienes podemos dialogar y organizarnos, desde lo pequeño, suprimiendo la necesidad de un sistema moribundo. ¿Qué respuestas antisistémicas podemos dar?, ¿cómo vamos a tomar acción respecto a organizarnos? ¿Qué nos corresponde? El planteamiento no es que tenemos que cambiar, sino volver a ser más nosotros mismos.
[1] Ver: Thompson, P.B. (2010) Capítulo1: The food weapon and the strategic concept of food policy. En The Ethics of Aid and Trade U.S. Food Policy, Foreign Competition, and the Social Contract. Cambridge University Press.
[2] Ver: Berry, W. (1990) “The Pleasures of Eating” En: What are people for? Essays. Berkeley: Counterpoint Press.
[3] Ver: Foucault, M (2001) Defender la Sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976). México: Fondo de Cultura Económica.
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