Capítulo 4.11: Soberania Energética

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Soberanía Energética

Con la excepción de la crisis del petróleo en 1973, la energía está en nuestras mentes probablemente más que nunca. La gran diferencia entre aquella época y la nuestra es el grado al que se ha profundizado la crisis civilizatoria, resultado, en buena medida, de la relación de las sociedades modernas con la energía de la cual depende su metabolismo. En particular, la crisis ambiental agudizada en últimas décadas, es consecuencia predominantemente de las lógicas que rigen la generación y uso de distintas formas de energías, además de las ideas y formas de organización social que han marcado los últimos 500 años en lo que se refiere al colonialismo global, y más de doscientos años en lo que se refiere al inicio de la llamada Revolución industrial. Pensar esta crisis desde nuestra relación con la energía nos enfrenta a su vez con la historia, con formas de la teoría y la técnica, y nos plantea la urgencia de repensar el diseño de nuestros sistemas energéticos. Las relaciones económicas y políticas, nuestro vínculo con la vida y con la naturaleza en su conjunto, nos han conducido a la crisis terminal del capitalismo y la modernidad. 

Los eventos económicos y militares de los últimos años han puesto el dedo en la herida una vez más. Por un lado, se ha visibilizado una vez más cómo los países del norte global (y los nortes que existen en el sur) pretenden mantener el estilo de vida de los tiempos de abundancia energética, a través de la demanda constante y creciente de energía “barata”. Por otro, esto ha propiciado el recrudecimiento de la tendencia del capitalismo a la barbarie y ha convertido cada vez más territorios en zonas de sacrificio.1 Es decir, con el fin de mantenerse a flote, el sistema económico ha recurrido a formas de extracción y expansión cada vez más violentas, lo que ha implicado una transformación de gran escala de las vidas humanas y no humanas, y una nueva configuración del contexto geopolítico.

El caso de México es ilustrativo. El país alcanzó el pico del petróleo en 2004 y el pico de producción de gas natural en 2009. A pesar de ello, todas las administraciones de gobierno en este siglo, han apostado por un incremento de la producción de hidrocarburos. Tal decisión está anclada por un lado al hecho de que no existen fuentes alternativas que tengan la concentración energética que el petróleo posee; también a que cualquier cambio en las formas de producción de fuentes de energía requiere a su vez de fuentes de energía; y a que hemos carecido de políticas que afronten las enormes desigualdades energéticas de la población (en México, 43% de los hogares habitan en algún grado de pobreza energética, mientras que los índices de motorización y viaje en avión son realmente bajos). Además, las políticas de los gobiernos federales de la última década han exacerbado la dependencia del gas natural importado de EE.UU. Todo ello es contrario tanto a las políticas de reducción de emisiones de GEI como a cualquier expectativa de lograr un cierto grado de seguridad o soberanía energética. 

El caso de México no es aislado, ilustra la forma en la que varios países en América Latina y en el resto del Sur Global están enfrentado la crisis civilizatoria: optando por un regreso a políticas proteccionistas respecto de los recursos, apostando al incremento de la independencia y la seguridad energética (a veces mal llamada soberanía energética) mediante un sistema centralizado y con una alta participación de combustibles fósiles. La encrucijada es compleja y arroja preguntas que son esenciales para tratar de entender formas en que sería posible actuar ante la crisis civilizatoria y el colapso climático. Nos obliga a pensar qué entendemos por soberanía energética, qué papel juega el Estado-nación particularmente en el contexto del sur global, y cuál es el papel de la tecnología, particularmente de las mal llamadas energías renovables, los sistemas de almacenamiento y otros posibles “techno-parches” en la transformación de los sistemas energéticos.

Para tratar de ofrecer algunas pistas sobre el estado de la situación que enfrentamos y desarrollar los principios de lo que consideramos esencial para hablar de una verdadera transformación energética –más allá de las propuestas de transición que actualmente circulan en medios y discursos– es importante focalizar conceptos, problemáticas teóricas, y abonar a una discusión de fondo tratando de cuestionar las formas en las que la energía ha servido a los intereses del imperialismo, del capitalismo y del colonialismo. Nos parece importante preguntarnos qué formas nuevas de organización existen que nos permitan reflexionar, imaginar y proponer una visión alternativa al modelo actual. Para ello, el presente texto busca plantear problemas derivados del concepto mismo de soberanía energética, y explorar las formas de emancipación que podrían surgir de ahí. Para ello, proponemos una reflexión a partir de 3 tesis en donde buscamos identificar los espacios en los que las autonomías podrían redefinir el curso de políticas públicas y discusiones. 

Tesis 1: Sobre el concepto de la soberanía energética.

En este contexto cabe plantearse algunas preguntas: ¿quién es el sujeto político/comunidad política que debe ejercer la soberanía?, ¿cómo construir soberanías energéticas y alimentarias? ¿cómo garantizar los derechos territoriales de los pueblos, en un contexto de crisis de la globalización, crisis geopolítica, crisis de los estados-nación?, ¿cuál puede/debe ser el papel de los estados-nación en esta transición? El concepto mismo de soberanía presenta diversos problemas. El primero consiste en hacer depositario de la soberanía al Estado-nación. El Estado moderno tiene su origen en un contexto que ya era colonial y capitalista. Desde este punto de origen, la soberanía ha sido entendida como la manera en la que un estado-nación administra y consume los recursos de un territorio, asumiendo con mucha parcialidad que se trata de su territorio, y -en ciertos casos- haciendo caso omiso de los intereses particulares de las poblaciones que lo configuran.

Más que de soberanía energética, el Estado suele apelar a la seguridad energética de un determinado territorio, de un país, que existe en un contexto de una profundización de la globalización y el progresivo desdibujamiento de la soberanía nacional. De esta forma, la división internacional del trabajo así como las fuerzas de dominación de unos países sobre otros nos muestran cómo la colonización ha cambiado de forma pero no de intenciones. 

En este sentido, hablar de soberanía energética implica considerar las formas en las que la globalización y la expansión del capitalismo neoliberal se ha expandido, progresivamente desdibujando la soberanía nacional. Por lo tanto, considerar dos fuerzas en constante negociación, por un lado la que ejercen los países imperialistas sobre las naciones –fundamentalmente del sur global–, y por otro la que ejerce el Estado dentro de su propio territorio. En algún sentido, los países dejan empeñada una soberanía en el intento de negociar otra; su autodeterminación como países es sólo posible gracias al socavamiento de la autodeterminación de sus propios pueblos. A este respecto, diversos pueblos indígenas han reclamado derechos territoriales, considerando su propia “soberanía” sobre territorios ancestrales.2

Esta propuesta de soberanía enraizada en el territorio sugiere cambiar la forma en la que se expresa la soberanía, entendiendo como “el derecho de lxs individuos, comunidades, y pueblos de tomar sus propias decisiones para la generación, distribución y el consumo de energía de tal forma que sea apropiado a las circunstancias ecológicas, sociales, culturales y económicas, sin que estas afecten de forma negativa a otrxs.”3 Esta propuesta, a diferencia de otras que concentran la soberanía en el Estado, considera proyectos y visiones políticas encaminadas a la generación, la distribución y el control justo de las fuentes disponibles; a la inclusión de comunidades tanto urbanas como rurales en la toma de decisiones. La soberanía energética implica, entonces, fundar el uso de los recursos en formas de colectividad capaces de decidir sobre las fuentes de generación de energía, las formas, la cantidad de producción y en el quién, cómo, en dónde y en beneficio de quién pueden ser aprovechadas. Principios como el de autogobierno, autogestión y autonomía, políticas de la diversidad y la solidaridad, resultan esenciales para llenar de significados nuevos el concepto de soberanía. 

El desafío, por lo tanto, va en el sentido de generar organizaciones desde los pueblos, tanto hacia dentro de sus territorios, como en el papel que les tocaría jugar en el contexto del Estado-nación y sus posibles futuros. La toma de decisiones respecto a la gestión de recursos energéticos no debe seguir supeditada a intereses internacionales o nacionales, sino de quienes habitan y administran los territorios en donde se encuentran esos recursos. El Estado ha sido hasta ahora un facilitador para asegurar ciertos derechos, como el acceso a la energía. Sin embargo, en el contexto actual, en muchos casos, el Estado se ha convertido en un impedimento para asegurar un modelo energético que formule precisamente las preguntas que reafirman el concepto de soberanía energética: ¿para qué, para quién, y cómo se genera la energía?

Tesis 2: De la fase terminal del capitalismo y el colapso civilizatorio

Todo lo anterior se inscribe en el contexto de la necesidad de una transición energética que llegará así sea a través de propuestas basadas en los cambios regulatorios o de producción a través del Estado o el mercado, sino es que al fin de las materialidades lo que hacen posible la reproducción del sistema económico y organizativo en su conjunto. Es una transición inevitable constituida por principios termodinámicos y ritmos geológicos, es decir, por el fin de la energía barata. 

Siempre y cuando el proceso de transición se mantenga atado a un modelo basado en el crecimiento económico, o que continúe asegurando que la transición puede organizarse a través de alguna solución tecnológica, e incluso cuando propuestas que surgen desde esta perspectiva proponen una reconfiguración aparentemente profunda de la economía – como es el caso del Green New Deal en algunos países del norte- en realidad demuestran que dicho proceso está anclado en una visión parcial de la economía globalizada, en donde la descarbonización de algunos en el norte, implicaría una externalización de costos e impactos para otrxs en el sur4, inaugurando una nueva forma de ‘colonialismo verde’ o ‘colonialismo climático’. Propuestas como el GND demuestran que no existe, un modelo de transición justa en el contexto del capitalismo, así sea éste ‘verde’ o fósil.5 Una verdadera transformación energética, implicaría un reconfiguración y un replanteamiento de las relaciones de las sociedades modernas con la energía, una desvinculación de la energía con el crecimiento económico y con la desmercantilización de la energía. 

Como un sistema de producción por la producción, el sistema capitalista está plagado de contradicciones y crisis internas. Como bien lo establece David Harvey: el capitalismo nunca resuelve sus crisis, sólo las desplaza geográficamente. Su paradigma basado en crecimiento constante y perpetuo –que forma parte de la semiosis misma del dinero– dicta el modelo metabólico de las relaciones de energía, mientras que la condición de su posibilidad se encuentra en la expansión de las fronteras de la mercancía. En este sentido, una propuesta de transición energética que no ponga en el centro de sus objetivos el transformar el modelo económico será una mera afirmación energética disfrazada de transición.

Los valores de progreso y desarrollo que los países de Latinoamérica buscaron reproducir en su llamada etapa “post–colonial” están atados al devenir de su sistema energético, y quedan claras las dificultades asociadas a mantener ideales que no se fundan en la materialidad de las fuentes de energía ni en las posibilidades justas de su distribución. Por otro lado, se trata de ideologías que justifican el socavamiento de los recursos en miras a un futuro que se concretó en forma de desastres medioambientales e injusticia social de gran escala. En este sentido, pensar en una transformación energética que no esté basada en el uso de los combustibles fósiles necesariamente implica una transformación no sólo de la producción de energía, sino del modelo de desarrollo basado en el crecimiento económico infinito, la organización internacional del trabajo y las formas de generación y distribución energéticas existentes. 

Lo anterior implica pensar en las formas en las que sería posible descolonizar nuestro pensamiento y la forma en la que está enraizado a la producción de energía. Cuando pensamos en energía, solemos pensar en una fuerza pre-discursiva, fuera del ámbito político y más bien asociada a una cuestión que compete a la física (la capacidad de producir trabajo). Sin embargo, esta fuerza física fue clave para poner a trabajar a millones de personas en nombre del desarrollo. La energía misma, pasó de ser una relación metabólica localizada en ciertos lugares (por ejemplo a través de relaciones de comunidades con un río, con un bosque o con el viento) a una fórmula abstracta, uniforme, e intercambiable. Como han explicado varixs autorxs6, los orígenes del concepto de la energía en el siglo XIX, reflejan la forma en la que el discurso científico que presentó a la energía como un concepto ‘pre-discursivo’ –  es decir, como un fenómeno biofísico apolítico que se rige por las leyes de la termodinámica y que existe independientemente a la cultura humana-, permitió al capitalismo expandir un aumento en la productividad del trabajo, disciplinar fuerzas laborales y concentrar la mano de obra a través de un proyecto imperialista.7 En realidad, el concepto de energía está inextricablemente entrelazado con valores y categorías simbólicas, por lo que es en realidad una abstracción a la que las diferentes sociedades dan forma a través de discursos y prácticas distintas.8 Repensar las relaciones posibles con la energía, implica no sólo desmercantilizar para entenderla como una relación en vez de como una mercancía, sino también dislocar su carácter abstracto para entenderla como una materialidad y como un derecho. 

Tesis 3: Del papel del Estado y la contraproductividad de las instituciones

Ivan Illich describió cómo después de cierto umbral, las instituciones modernas dejan de producir el beneficio social para el que fueron creadas y, a través de la burocracia, la dependencia en expertos y la construcción de objetivos abstractos, las instituciones comienzan a producir lo que llamo una “contraproductividad paradójica”.9 Por ejemplo la escuela se convierte en una obligación y en una forma de adoctrinamiento que termina por erradicar la posibilidad de la autonomía de aprender. Lo mismo sucede en el campo de la medicina, en donde las instituciones de la salud eliminan la posibilidad de sanarse, e incluso nuestra capacidad de experimentar dolor –o de entender la muerte como un proceso natural–10. Por ello, es importante devolver los objetivos o tareas del Estado a las realidades diversas que los construyeron en principio y les dan razón de ser.

Los derechos humanos hoy suelen caer en lo descrito en el párrafo anterior. Cuando el Estado institucionaliza un derecho, cuando lo codifica, este termina por convertirse en una obligación y a veces hasta en una imposición. El derecho a la vivienda se convierte en el derecho a viviendas populares que no respetan ni usos ni costumbres locales, por poner otro ejemplo. Esto no obsta para que continúe la exigencia popular de un estado que responda a los derechos y obligaciones estipulados por su mandato, sino que observa la necesidad de definir un límite hasta el cual el Estado pueda intervenir en la forma de organización interna de una comunidad.

Ante lo anterior, surge la necesidad de considerar qué implicaciones tiene hablar de un derecho institucionalizado e inalienable a la energía. Algunos países en América Latina han recientemente estipulado la importancia de este derecho, mientras que otros movimientos han reiterado la importancia que éste tendría para desmercantilizar la energía, es decir dejar de entenderla como una mercancía intercambiable, para entenderla como una relación social o como un bien común.11 Lo que no se suele discutir es hasta qué punto el Estado puede ser el garante de este derecho o mejor dicho, de qué forma sería adecuado hacer operacional un derecho a la energía desde el Estado. 

Los derechos o las obligaciones del Estado, deberán ir aparejados de mecanismos de observancia, rendición de cuentas y toma de decisiones en el contexto de la pluralidad y la diversidad. De otro modo corremos el riesgo de que la energía se convierta en la imposición de infraestructura, en una forma de legitimar las industrias sucias y contaminantes, e incluso en formas de control asociado al despliegue de tal infraestructura. Cuando se codifica un derecho, la lucha por mantenerlo no ha llegado a su fin, sino que inicia un proceso de constante validación. Henri Lefebvre, por ejemplo, imaginó el derecho a la ciudad como una forma de autogestión del espacio urbano que buscaba ir más allá de la gestión del Estado y del mercado. Esta lucha reflejaba cómo la autogestión local era y continúa siendo la única vía verdaderamente democrática, ante la imposición de regulaciones abstractas por el Estado y la gestión de lo común como una mercancía desposeída del contexto por el mercado.12

 Siguiendo el ejemplo de Lefebvre, los derechos son siempre el resultado de una lucha política. Son la manifestación y el resultado de las reivindicaciones colectivas. Por lo tanto, el derecho a la energía debe ser una forma en la que territorios y pueblos puedan ejercer una autogestión, que les permita alcanzar una autonomía. Tal autogestión, en efecto, busca trascender el carácter colonial del Estado-nación. En el caso de la energía, este proceso no sólo implica una generación distribuida –comúnmente entendida como un mecanismo de generación de energía cerca de los sitios en donde se consume a través de instalaciones desconectadas de redes centrales en ubicaciones remotas que a menudo atienden una carga mínima pero vital, o instalaciones conectadas a la red principal que sirven de respaldo, como generadores de emergencia, así como instalaciones de nicho en comunidades con un fuerte compromiso con la sostenibilidad13– sino una reconfiguración del sistema que reduzca la dependencia a un orden centralizado de generación y transmisión –de administración y toma de decisiones–.

Existen limitaciones de orden técnico relativas al uso y distribución de la energía. Las tecnologías que permiten la regulación de voltaje y potencia requieren inversiones grandes de trabajo, de labores técnicas y de dinero –es decir a su vez de energía–, que resultan imposibles para pequeñas comunidades e incluso para pueblos enteros. En la actualidad, por lo tanto, un aparato rector que se encargue de la distribución de energía, y que sea capaz de analizar los requerimientos por zonas, para impedir la inequidad en la distribución energética, es imprescindible. Dicha rectoría parece hacer necesaria la intervención del Estado, pero el declive energético conducirá gradualmente a una crisis sistémica del Estado-nación que en muchos casos hará necesario su reemplazo por otras formas de organización sociopolítica que operen más a escala local o biorregional. Si el futuro nos depara un decrecimiento energético tal que la distribución dependa de fuentes inmediatas como el aire, el sol o la biomasa, será fundamental contar con organizaciones territoriales que permitan simultáneamente formular una visión de la buena vida asociados a las tecnologías descentralizadas y desfosilizadas

Hoy existen experiencias como las iniciativas ciudadanas convertidas en propuestas de reforma profunda del sistema de gestión de agua –por ejemplo–. Asimismo, ha sido importante el gestionar derechos de consulta y autodeterminación de los pueblos indígenas a través del Convenio 169 de la OIT, que involucra a los pueblos indígenas mediante votaciones directas en las intervenciones que el Estado puede o no hacer dentro de sus territorios. Todo esto, sin duda, debido a las luchas políticas de personas y organizaciones tanto en el país como en el mundo y que han tenido impacto en los Estados y en las instituciones internacionalistas (como la ONU). 

Todo lo anterior implica reconocer que, en la actualidad, institucionalizar un derecho a la energía es ir en dirección correcta hacia una desmercantilización de la energía. Aún cuando sea el Estado quien lo institucionaliza, la apuesta de las sociedades en movimiento, principalmente en América Latina, debe ser la de vislumbrar un horizonte en el que no sea el Estado, quien esté encargado de gestionar estos procesos, sino que sean ellas mismas desde la autonomía, la autodeterminación y la autogestión, quienes puedan diseñar su propia soberanía energética.  

El Grupo de Estudios Transdisciplinarios en Energía y Crisis Civilizatoria (GETECC) es un grupo de academicxs e investigadorxs de diversos países cuyo propósito es el de propiciar una reflexión y debates significativos sobre la crisis civilizatoria y la necesidad de repensar, radicalmente, las sociedades contemporáneas.14 El GETECC está compuesto por Juan Arellanes, Sofía Ávila, Luca Ferrari, Andrea Gonzalez, Iván González, Kjell Kuhne, Victor Mantilla, Regina Ortiz, Rodrigo Palacios, Sandra Rativa y Carlos Tornel. 

Referencias y Notas

1 Ver: Zografos, C. y Robbins, P. (2020) Green Sacrifice Zones, or Why a Green New Deal Cannot Ignore the Cost Shifts of Just Transitions. One Earth,3. Commentary: 543-546.

2 Lo anterior se ha capturado en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Para una revisión del desempleo de este derecho a través principalmente de la aplicación de consultas libres previas e informadas y de buena fe. Ver: Zaremberg, G. y Torres-Wong, M. (2018) Participation on the Edge: Prior Consultation and Extractivism in Latin America. Journal of Politics in Latin America, 10, 3, 29–58. 

3 Definición de la cooperativa sobre soberanía energética Catalana: Xarxa per la Sobirania Energètica (XRE). Definiendo la soberanía energética. Ecologista,81: 51. https://odg.cat/wp-content/uploads/2014/06/soberania_energetica-1.pdf 

4 Cuando hacemos referencia al ‘Norte’ y al ‘Sur’ no estamos hablando de regiones geográficamente determinadas, sino de una posicionalidad que surge desde una concepción filosófica que busca ver más allá de la construcción del mundo a partir de los supuestos occidentales. Es decir, partimos de una posicionalidad y no necesariamente de un reduccionismo geográfico. 

5 Ver: Mastini, R.; Kallis, G.; Hickel, J. (2021) A Green New Deal without growth?. Ecological Economics

179, 106832.

6 Entre ellos destaca el trabajo de George Caffentzis y Cara New Daggett. Ver: Caffentis, G. (2013) In Letters of BLood and fIre Work, MachInes, and the crIsIs of capitalism. Oakland: PM Press. Y Daggett, C.N. (2019). The Birth of Energy: Fossil Fuels, Thermodynamics and the Politics of Work. Durham: Duke University Press.

7 Lohmann, L. (2021). Bioenergy, Thermodynamics and Inequalities. En: M. Backhouse et al. (eds.), Bioeconomy and Global Inequalities. Springer, pp: 85-103.

8 Lennon, M. (2019). Decolonizing energy: Black Lives Matter and technoscientific expertise amid solar transitions. Energy Research & Social Science, 30: 18–27.

9 Ver, Cayley (2021). Ivan Illich. An Intellectual Journey. Pennsylvania: Pennsylvania State University Press. 

10 Ver, Illich, (1973/2006) Némesis médica. En Iván Illich Obras Reunidas Vol.1. México. Fondo de Cultura Económica.

11 Ver el caso de Chile y de los documentos publicados por el Transnational Institute (TNI) aquí y aquí.

12 Lefebre (1968) The right to the city. Disponible en: https://theanarchistlibrary.org/library/henri-lefebvre-right-to-the-city 

13 Probst, O.; Castellanos, S.; Palacios, R. (2020). Transforming the Grid Towards Fully Renewable Energy. Energy Engineering, p: 95.

14 El presente es un texto que ha surgido de una serie de pláticas y diálogos internos dentro del GETECC. Nuestra intención no es la de cerrar o dar por terminado el tema de la soberanía energética, sino el de propiciar y continuar con diálogos como estos necesarios para descolonizar la forma en la que comprendemos el sector energético y la energía misma, así como la relación que tenemos con ella. La propuesta que se presenta aquí es un primer esfuerzo de estas reflexiones. 

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